Índice



F. Engels


Ludwig Feuerbach
y el fin de la filosofía clásica alemana



I



Este libro[1] nos retrotrae a un período que, separado de nosotros en el tiempo por una generación, es a pesar de ello tan extraño para los alemanes de hoy, como si desde entonces hubiera pasado un siglo entero. Y sin embargo, este período fue el de la preparación de Alemania para la revolución de 1848; y cuanto ha sucedido de entonces acá en nuestro país, no es más que una continuación de 1848, la ejecución del testamento de la revolución.

Lo mismo que en Francia en el siglo XVIII, en la Alemania del siglo XIX la revolución filosófica fue el preludio del derrumbamiento político. Pero ¡cuán distintas la una de la otra! Los franceses, en lucha franca con toda la ciencia oficial, con la Iglesia, e incluso no pocas veces con el Estado; sus obras, impresas al otro lado de la frontera, en Holanda o en Inglaterra, y además, los autores, con harta frecuencia, dando con sus huesos en la Bastilla. En cambio los alemanes, profesores en cuyas manos ponía el Estado la educación de la juventud; sus obras, libros de texto consagrados; y el sistema que coronaba todo el proceso de desarrollo, el sistema de Hegel, ¡elevado incluso, en cierto grado, al rango de filosofía oficial del Estado monárquico prusiano! ¿Era posible que detrás de estos profesores, detrás de sus palabras pedantescamente oscuras, detrás de sus tiradas largas y aburridas, se escondiese la revolución? Pues, ¿no eran precisamente los hombres a quienes entonces se consideraba como los representantes de la revolución, los liberales, los enemigos más encarnizados de esta filosofía que embrollaba las cabezas? Sin embargo, lo que no alcanzaron a ver ni el gobierno ni los liberales, lo vio ya en 1833, por lo menos un hombre; cierto es que este hombre se llamaba Enrique Heine [2].

Pongamos un ejemplo. No ha habido tesis filosófica sobre la que más haya pesado la gratitud de gobiernos miopes y la cólera de liberales, no menos cortos de vista, como sobre la famosa tesis de Hegel:

«Todo lo real es racional, y todo lo racional es real» [3].

¿No era esto, palpablemente, la canonización de todo lo existente, la bendición filosófica dada al despotismo, al Estado policíaco, a la justicia de gabinete, a la censura? Así lo creía, en efecto, Federico Guillermo III; así lo creían sus súbditos. Pero, para Hegel, no todo lo que existe, ni mucho menos, es real por el solo hecho de existir. En su doctrina, el atributo de la realidad sólo corresponde a lo que, además de existir, es necesario.

«la realidad, al desplegarse, se revela como necesidad»;

por eso Hegel no reconoce, ni mucho menos, como real, por el solo hecho de dictarse, una medida cualquiera de gobierno: él mismo pone el ejemplo «de cierto sistema tributario». Pero todo lo necesario se acredita también, en última instancia, como racional. Por tanto, aplicada al Estado prusiano de aquel entonces, la tesis hegeliana sólo puede interpretarse así: este Estado es racional, ajustado a la razón, en la medida en que es necesario; si, no obstante eso, nos parece malo, y, a pesar de serlo, sigue existiendo, esta maldad del gobierno tiene su justificación y su explicación en la maldad de sus súbditos. Los prusianos de aquella época tenían el gobierno que se merecían.

Ahora bien; según Hegel, la realidad no es, ni mucho menos, un atributo inherente a una situación social o política dada en todas las circunstancias y en todos los tiempos. Al contrario. La república romana era real, pero el imperio romano que la desplazó lo era también. En 1789, la monarquía francesa se había hecho tan irreal, es decir, tan despojada de toda necesidad, tan irracional, que hubo de ser barrida por la gran Revolución, de la que Hegel hablaba siempre con el mayor entusiasmo. Como vemos, aquí lo irreal era la monarquía y lo real la revolución. Y así, en el curso del desarrollo, todo lo que un día fue real se torna irreal, pierde su necesidad, su razón de ser, su carácter racional, y el puesto de lo real que agoniza es ocupado por una realidad nueva y vital; pacíficamente, si lo caduco es lo bastante razonable para resignarse a desaparecer sin lucha; por la fuerza, si se rebela contra esta necesidad. De este modo, la tesis de Hegel se torna, por la propia dialéctica hegeliana, en su reverso: todo lo que es real, dentro de los dominios de la historia humana, se convierte con el tiempo en irracional; lo es ya, de consiguiente, por su destino, lleva en sí de antemano el germen de lo irracional; y todo lo que es racional en la cabeza del hombre se halla destinado a ser un día real, por mucho que hoy choque todavía con la aparente realidad existente. La tesis de que todo lo real es racional se resuelve, siguiendo todas las reglas del método discursivo hegeliano, en esta otra: todo lo que existe merece perecer.

Y en esto precisamente estribaba la verdaderea significación y el carácter revolucionario de la filosofía hegeliana (a la que habremos de limitarnos aquí, como remate de todo el movimiento filosófico iniciado con Kant): en que daba al traste para siempre con el carácter definitivo de todos los resultados del pensamiento y de la acción del hombre. En Hegel, la verdad que trataba de conocer la filosofía no era ya una colección de tesis dogmáticas fijas que, una vez encontradas, sólo haya que aprenderse de memoria; ahora, la verdad residía en el proceso mismo del conocer, en la larga trayectoria histórica de la ciencia, que, desde las etapas inferiores, se remonta a fases cada vez más altas de conocimiento, pero sin llegar jamás, por el descubrimiento de una llamada verdad absoluta, a un punto en que ya no pueda seguir avanzando, en que sólo le reste cruzarse de brazos y sentarse a admirar la verdad absoluta conquistada. Y lo mismo que en el terreno de la filosofía, en los demás campos del conocimiento y en el de la actuación práctica. La historia, al igual que el conocimiento, no puede encontrar jamás su remate definitivo en un estado ideal perfecto de la humanidad; una sociedad perfecta, un «Estado» perfecto, son cosas que sólo pueden existir en la imaginación; por el contrario: todos los estadios históricos que se suceden no son más que otras tantas fases transitorias en el proceso infinito de desarrollo de la sociedad humana, desde lo inferior a lo superior. Todas las fases son necesarias, y por tanto, legítimas para la época y para las condiciones que las engendran; pero todas caducan y pierden su razón de ser, al surgir condiciones nuevas y superiores, que van madurando poco a poco en su propio seno; tienen que ceder el paso a otra fase más alta, a la que también le llegará, en su día, la hora de caducar y perecer. Del mismo modo que la burguesía, por medio de la gran industria, la libre concurrencia y el mercado mundial, acaba prácticamente con todas las instituciones estables, consagradas por una venerable antigüedad, esta filosofía dialéctica acaba con todas las ideas de una verdad absoluta y definitiva y de estados absolutos de la humanidad, congruentes con aquélla. Ante esta filosofía, no existe nada definitivo, absoluto, consagrado; en todo pone de relieve lo que tiene de perecedero, y no deja en pie más que el proceso ininterrumpido del devenir y del perecer, un ascenso sin fin de lo inferior a lo superior, cuyo mero reflejo en el cerebro pensante es esta misma filosofía. Cierto es que tiene también un lado conservador, en cuanto que reconoce la legitimidad de determinadads fases sociales y de conocimiento, para su época y bajo sus circunstancias; pero nada más. El conservadurismo de este modo de concebir es relativo; su carácter revolucionario es absoluto, es lo único absoluto que deja en pie.

No necesitamos deternos aquí a indagar si este modo de concebir concuerda totalmente con el estado actual de las Ciencias Naturales, que pronostican a la existencia de la misma Tierra un fin posible y a su habitabilidad un fin casi seguro; es decir, que asignan a la historia humana no sólo una vertiente ascendente, sino también otra descendente. En todo caso, nos encontramos todavía bastante lejos de la cúspide desde la que empieza a declinar la historia de la sociedad, y no podemos exigir tampoco a la filosofía hegeliana que se ocupase de un problema que las Ciencias Naturales de su época no habían puesto aún a la orden del día.

Lo que sí tenemos que decir es que en Hegel no aparece desarrollada con tanta nitidez la anterior argumentación. Es una consecuencia necesaria de su método, pero el autor no llegó nunca a deducirla con esta claridad. Por la sencilla razón de que Hegel veíase coaccionado por la necesidad de construir un sistema, y un sistema filosófico tiene que tener siempre, según las exigencias tradicionales, su remate en un tipo cualquiera de verdad absoluta. Por tanto, aunque Hegel, sobre todo en su "Lógica", insiste en que esta verdad absoluta no es más que el mismo proceso lógico (y, respectivamente, histórico), vese obligado a poner un fin a este proceso, ya que necesariamente tenía que llegar a un fin, cualquiera que fuere, con su sistema. En la "Lógica" puede tomar de nuevo este fin como punto de arranque, puesto que aquí el punto final, la idea absoluta —que lo único que tiene de absoluto es que no sabe decirnos absolutamente nada acerca de ella— se «enajena», es decir, se transforma en la naturaleza, para recobrar más tarde su ser en el espíritu, o sea en el pensamiento y en la historia. Pero, al final de toda la filosofía no hay más que un camino para producir semejante trueque del fin en el comienzo: decir que el término de la historia es el momento en que la humanidad cobra conciencia de esta misma idea absoluta y proclama que esta conciencia de la idea absoluta se logra en la filosofía hegeliana. Mas, con ello, se erige en verdad absoluta todo el contenido dogmático del sistema de Hegel, en contradicción con su método dialéctico, que destruye todo lo dogmático; con ello, el lado revolucionario de esta filosofía queda asfixiado bajo el peso de su lado conservador hipertrofiado. Y lo que decimos del conocimiento filosófico, es aplicable también a la práctica histórica. La humanidad, que en la persona de Hegel fue capaz de llegar a descubrir la idea absoluta, tiene que hallarse también en condiciones de poder implantar prácticamente en la realidad esta idea absoluta. Los postulados políticos prácticos que la idea absoluta plantea a sus contemporáneos no deben ser, por tanto, demasiado exigentes. Y así, al final de la "Filosofía del Derecho" nos encontramos con que la idea absoluta había de realizarse en aquella monarquía por estamentos que Federico Guillermo III prometiera a sus súbditos tan tenazmente y tan en vano; es decir, en una dominación indirecta limitada y moderada de las clases poseedoras, adaptada a las condiciones pequeñoburguesas de la Alemania de aquella época; demostrándosenos además, por vía especulativa, la necesidad de la aristocracia.

Como se ve, ya las necesidades internas del sistema alcanzan a explicar la deducción de una conclusión política extremadamente tímida, por medio de un método discursivo absolutamente revolucionario. Claro está que la forma específica de esta conclusión proviene del hecho de que Hegel era un alemán, que, al igual que su contemporáneo Goethe, enseñaba siempre la oreja del filisteo. Tanto Goethe como Hegel eran, cada cual en su campo, verdaderos Júpiter olímpicos, pero nunca llegaron a desprenderse por entero de lo que tenían de filisteos alemanes.

Mas todo esto no impedía al sistema hegeliano abarcar un campo incomparablemente mayor que cualquiera de los que le habían precedido, y desplegar dentro de este campo una riqueza de pensamiento que todavía hoy causa asombro. Fenomenología del espíritu (que podríamos calificar de paralelo de la embriología y de la paleontología del espíritu: el desarrollo de la conciencia individual a través de sus diversas etapas, concebido como la reproducción abreviada de las fases que recorre históricamente la conciencia del hombre), Lógica, Filosofía de la naturaleza, Filosofía del espíritu, esta última investigada a su vez en sus diversas subcategorías históricas: Filosofía de la Historia, del Derecho, de la Religión, Historia de la Filosofía, Estética, etc.; en todos estos variados campos históricos trabajó Hegel por descubrir y poner de relieve el hilo de engarce del desarrollo; y como no era solamente un genio creador, sino que poseía además una erudición enciclopédica, sus investigaciones hacen época en todos ellos. Huelga decir que las exigencias del «sistema» le obligan, con harta frecuencia, a recurrir a estas construcciones forzadas que todavía hacen poner el grito en el cielo a los pigmeos que le combaten. Pero estas construcciones no son más que el marco y el andamiaje de su obra; si no nos detenemos ante ellas más de lo necesario y nos adentramos bien en el gigantesco edificio, descubrimos incontables tesoros que han conservado hasta hoy día todo su valor. El «sistema» es, cabalmente, lo efímero en todos los filósofos, y lo es precisamente porque brota de una necesidad imperecedera del espíritu humano: la necesidad de superar todas las contradicciones. Pero superadas todas las contradicciones de una vez y para siempre, hemos llegado a la llamada verdad absoluta, la historia del mundo se ha terminado, y, sin embargo, tiene que seguir existiendo, aunque ya no tenga nada que hacer, lo que representa, como se ve, una nueva e insoluble contradicción. Tan pronto como descubrimos —y en fin de cuentas, nadie nos ha ayudado más que Hegel a descubrirlo— que planteada así la tarea de la filosofía, no significa otra cosa que pretender que un solo filósofo nos dé lo que sólo puede darnos la humanidad entera en su trayectoria de progreso; tan pronto como descubrimos esto, se acaba toda filosofía, en el sentido tradicional de esta palabra. La «verdad absoluta», imposible de alcanzar por este camino e inasequible para un solo individuo, ya no interesa, y lo que se persigue son las verdades relativas, asequibles por el camino de las ciencias positivas y de la generalización de sus resultados mediante el pensamiento dialéctico. Con Hegel termina, en general, la filosofía; de un lado, porque en su sistema se resume del modo más grandioso toda la trayectoria filosófica; y, de otra parte, porque este filósofo nos traza, aunque sea inconscientemente, el camino para salir de este laberinto de los sistemas hacia el conocimiento positivo y real del mundo.

Fácil es comprender cuán enorme tenía que ser la resonancia de este sistema hegeliano en una atmósfera como la de Alemania, teñida de filosofía. Fue una carrera triunfal que duró décadas enteras y que no terminó, ni mucho menos, con la muerte de Hegel. Lejos de ello, fue precisamente en los años de 1830 a 1840 cuando la «hegeliada» alcanzó la cumbre de su imperio exclusivo, llegando a contagiar más o menos hasta a sus mismos adversarios; fue durante esta época cuando las ideas de Hegel penetraron en mayor abundancia, consciente o inconscientemente, en las más diversas ciencias, y también, como fermento, en la literatura popular y en la prensa diaria, de las que se nutre ideológicamente la vulgar «conciencia culta». Pero este triunfo en toda la línea no era más que el preludio de una lucha intestina.

Como hemos visto, la doctrina de Hegel, tomada en conjunto, dejaba abundante margen para que en ella se albergasen las más diversas ideas prácticas de partido; y en la Alemania teórica de aquel entonces, había sobre todo dos cosas que tenían una importancia práctica: la religión y la política. Quien hiciese hincapié en el sistema de Hegel, podía ser bastante conservador en ambos terrenos; quien considerase como lo primordial el método dialéctico, podía figurar, tanto en el aspecto religioso como en el aspecto político, en la extrema oposición. Personalmente, Hegel parecía más bien inclinarse, en conjunto —pese a las explosiones de cólera revolucionaria bastante frecuentes en sus obras—, del lado conservador; no en vano su sistema le había costado harto más «duro trabajo discursivo» que su método. Hacia fines de la década del treinta, la escisión de la escuela hegeliana fue haciéndose cada vez más patente. El ala izquierda, los llamados jóvenes hegelianos, en su lucha contra los ortodoxos pietistas y los reaccionarios feudales, iban echando por la borda, trozo a trozo, aquella postura filosófico-elegante de retraimiento ante los problemas candentes del día, que hasta allí había valido a sus doctrinas la tolerancia y la protección del Estado. En 1840, cuando la beatería ortodoxa y la reacción feudal-absolutista subieron al trono con Federico Guillermo IV, ya no había más remedio que tomar abiertamente partido. La lucha seguía dirimiéndose con armas filosóficas, pero ya no se luchaba por objetivos filosóficos abstractos; ahora, tratábase ya, directamente, de acabar con la religión heredada y con el Estado existente. Aunque en los "Deutsche Jahrbücher" [4] los objetivos finales de carácter práctico se vistiesen todavía preferentemente con ropaje filosófico, en la "Rheinische Zeitung" [5] de 1842 la escuela de los jóvenes hegelianos se presentaba ya abiertamente como la filosofía de la burguesía radical ascendente, y sólo empleaba la capa filosófica para engañar a la censura.

Pero, en aquellos tiempos, la política era una materia espinosa; por eso los tiros principales se dirigían contra la religión; si bien es cierto que esa lucha era también, indirectamente, sobre todo desde 1840, una batalla política. El primer impulso lo había dado Strauss, en 1835, con su "Vida de Jesús". Contra la teoría de la formación de los mitos evangélicos, desarrollada en ese libro, se alzó más tarde Bruno Bauer, demostrando que una serie de relatos del Evangelio habían sido fabricados por sus mismos autores. Esta polémica se riñó bajo el disfraz filosófico de una lucha de la «autoconciencia» contra la «sustancia»; la cuestión de si las leyendas evangélicas de los milagros habían nacido de los mitos creados de un modo espontáneo y por la tradición en el seno de la comunidad religiosa o habían sido sencillamante fabricados por los evangelistas, se hinchó hasta convertirse en el problema de si la potencia decisiva que marca el rumbo de la historia universal es la «sustancia» o la «autoconciencia»; hasta que, por último, vino Stirner, el profeta del anarquismo moderno —Bakunin ha tomado muchísimo de él— y coronó la «conciencia» soberana con su «Unico» soberano [6].

No queremos detenernos a examinar este aspecto del proceso de descomposición de la escuela hegeliana. Más importante para nosotros es saber esto: que la masa de los jóvenes hegelianos más decididos hubieron de recular, obligados por la necesidad práctica de luchar contra la religión positiva, hasta el materialismo anglofrancés. Y al llegar aquí, se vieron envueltos en un conflicto con su sistema de escuela. Mientras que para el materialismo lo único real es la naturaleza, en el sistema hegeliano ésta representa tan sólo la «enajenación» de la idea absoluta, algo así como una degradación de la idea; en todo caso, aquí el pensar y su producto discursivo, la idea, son lo primario, y la naturaleza lo derivado, lo que en general sólo por condescendencia de la idea puede existir. Y alrededor de esta contradicción se daban vueltas y más vueltas, bien o mal, como se podía.

Fue entonces cuando apareció "La esencia del cristianismo" (1841) de Feuerbach. Esta obra pulverizó de golpe la contradicción, restaurando de nuevo en el trono, sin más ambages, el materialismo. La naturaleza existe independientemente de toda filosofía; es la base sobre la que crecieron y se desarrollaron los hombres, que son también, de suyo, productos naturales; fuera de la naturaleza y de los hombres, no existe nada, y los seres superiores que nuestra imaginación religiosa ha forjado no son más que otros tantos reflejos fantásticos de nuestro propio ser. El maleficio quedaba roto; el «sistema» saltaba hecho añicos y se le daba de lado. Y la contradicción, como sólo tenía una existencia imaginaria, quedaba resuelta. Sólo habiendo vivido la acción liberadora de este libro, podría uno formarse una idea de ello. El entusiasmo fue general: al punto todos nos convertimos en feuerbachianos. Con qué entusiasmo saludó Marx la nueva idea y hasta qué punto se dejó influir por ella —pese a todas sus reservas críticas—, puede verse leyendo "La Sagrada Familia".

Hasta los mismos defectos del libro contribuyeron a su éxito momentáneo. El estilo ameno, a ratos incluso ampuloso, le aseguró a la obra un mayor público y era desde luego un alivio, después de tantos y tantos años de hegelismo abstracto y abstruso. Otro tanto puede decirse de la exaltación exagerada del amor, disculpable, pero no justificable, después de tanta y tan insoportable soberanía del «pensar duro». Pero no debemos olvidar que estos dos flacos de Feuerbach fueron precisamente los que sirvieron de asidero a aquel «verdadero socialismo» que desde 1844 empezó a extenderse por la Alemania «culta» como una plaga, y que sustituía el conocimiento científico por la frase literaria, la emancipación del proletariado mediante la transformación económica de la producción por la liberación de la humanidad por medio del «amor»; en una palabra, que se perdía en esa repugnante literatura y en esa exacerbación amorosa cuyo prototipo era el señor Karl Grün.

Otra cosa que tampoco hay que olvidar es que la escuela hegeliana se había deshecho, pero la filosofía de Hegel no había sido críticamente superada. Strauss y Bauer habían tomado cada uno un aspecto de ella, y lo enfrentaban polémicamente con el otro. Feuerbach rompió el sistema y lo echó sencillamente a un lado. Pero para liquidar una filosofía no basta, pura y simplemente, con proclamar que es falsa. Y una obra tan gigantesca como era la filosofía hegeliana, que había ejercido una influencia tan enorme sobre el desarrollo espiritual de la nación, no se eliminaba por el solo hecho de hacer caso omiso de ella. Había que «suprimirla» en el sentido que ella misma emplea, es decir, destruir críticamente su forma, pero salvando el nuevo contenido logrado por ella. Cómo se hizo esto, lo diremos más adelante.

Mientras tanto, vino la revolución de 1848 y echó a un lado toda la filosofía, con el mismo desembarazo con que Feuerbach había echado a un lado a su Hegel. Y con ello, pasó también a segundo plano el propio Feuerbach.


 



NOTAS

[1]"Ludwig Feuerbach", por el doctor en Filosofía C. N. Starcke. Ed. de Ferd. Encke, Stuttgart, 1885.

[2]  En 1833-1834, Heine publicó sus obras "Escuela romántica" y "Contribución a la historia de la religión y de la filosofía en Alemania", en las que defendía la idea de que la revolución filosófica en Alemania, cuya etapa final era entonces la filosofía de Hegel, era el prólogo de la inminente revolución democrática en el país.

[3]   Véase Hegel, "Filosofía del Derecho. Prefacio".

[4]  "Deutsche Jabrbücher für Wissenschaft und Kunst" («Anales Alemanes de Ciencia y Arte»): revista literario-filosófica de los jóvenes hegelianos; se publicó con ese nombre en Leipzig desde julio de 1841 hasta enero de 1843.

[5]   Rheinisehe Zeitung für Politik, Handel und Gewerbe («Periódico del Rin para cuestiones de política, comercio e industria»): diario que se publicó en Colonia del 1 de enero de 1842 al 31 de marzo de 1843. En abril de 1842, Marx comenzó a colaborar en él, y en octubre del mismo año pasó a ser uno de sus redactores; Engels colaboraba también en el periódico.

[6]  Trátase del libro de M. Stirner "Der Einzige und sein Eigenthum" («El único y su propiedad»), publicado en 1845 en Leipzig.


Capitulo II